El carro de Carletto
Todo entrenador, a su llegada al Real Madrid, arriba con un carro mercantil. Un lastre, bueno o malo, que le acompañará durante todo su andadura en el mejor club de mundo. La mayoría de estos carros suelen llegar repletos de buenas palabras e intenciones pero, cuando las cosas no empiezan a funcionar como marcan los cánones (generalmente, plumillas), se va vaciando poco a poco para acabar en la deriva.
Con Ancelotti la situación ha sido opuesta. La huella de Mourinho era grande. Tres temporadas realmente intensas en las que la plantilla acabó por desesperar al tildado 'mejor entrenador del mundo', rozó la ansiada 'Décima' en tres ocasiones y dio más alegrías que tristezas a su afición. Con la salida de Mourinho más fresca que el rocío mañananero, Ancelotti aterrizaba en el mejor equipo del mundo con el carro prácticamente vacío.
El 'Pacificador' le llamaban algunos, otros le conocían como el entrenador al que el Liverpool le levantó un 0-3 etc. La cosa es que la cabeza de Carlo se pagaba realmente barata en el nicho de toda clase de imprentas. Las primeras jornadas del equipo bajo la dirección de Ancelotti eran tan intrigantes como el porqué de su espigado, a la par que constante, entrecejo. Sin embargo, aunque muchos no lo querían ver, esas ramas que se frotaban iban a provocar una chispa tremenda que a su vez iba a germinar un fuego cual hoguera en la festividad de San Juan.
Cuando la maquinaria empezó a coger formar y el carro del 'hombre de la ceja' iba cargándose poco a poco, un bache iba a asustar a muchos que volvían a bajarse del plaustro del italiano. Parecía que el Madrid no sabía ganar en los partidos importantes. Otro mito que Carlo iba a destrozar de un tremendo sopapo, tal fue el mamporro que llegó hasta Múnich habiendo pasado antes por Valencia.
En el mismo momento en que los blancos se plantaron en menos de un mes con un título logrado ante el eterno rival y con una final de Champions League 12 años después, el carruaje de Carletto se iba a transformar en un autobús de oruga. Todo aquel que renegaba del italiano por cualquier prejuicio infundado se iba a bajar los gregüescos hasta los talones para subirse a tiempo.
Esos mismos que le calificaban de incompetente para el cargo; aquellos que decían que Carlo situaba en el campo lo que el presidente de turno decía, bien sea el gigoló italiano, los petrodólares rusos o el dinero catarí, iban a tragarse sus palabras como si de un kiko se tratase. A día de hoy el carro, autobús o casi airbus de Carlo está repleto. Bienvenido sea, pero ¡ojo! como dice uno de los refranes más veraces y sólidos de nuestra preciosa lengua: A ave de paso, cañazo.