El fax
"No se sabe si el fax ha llegado a tiempo". Con el soniquete de la frase me encamé el lunes mientras me preguntaba si brotaría de repente la voz de Juan José Castillo:
"Entró, entró", pensé que escucharía de un momento a otro.
Castilllo, advierto a los jóvenes del lugar, comentaba el tenis por la tele hace décadas y acuñó la letanía cuando las bolas caían con todo el peso de la duda sobre el filo de la cal. Entonces no existía el Ojo de Halcón, salsa picante de hoy y enésima prueba de que la materia ha acabado diluida en un océano de bites.
Pero el fax sigue ahí, según parece. El artefacto tuvo en su origen una cualidad tan revolucionaria y misteriosa que aún se resiste a la extinción frente al PDF que vuela a lomos del mail. Puedes dar por muerto al fax que acaba resucitando cuando quedan minutos para cerrar el escaparate de los grandes almacenes de futbolistas. En sus lujosos pasillos, abrillantados con la cera del rumor, pasamos ya los hinchas tanto tiempo como agobiándonos con los balones llovidos sobre el área chica del Madrid. Puede que se nos haya ido la pinza.
Desde hace tiempo el fútbol es un supermercado de expectativas que resta emociones al balón y las transfiere a los sueños de compraventa. La vida ya no depende de la realidad sino de su promesa. Parece que el balompié moderno, al que algunos declaran su odio en pancartas de sábanas roídas, ha transformado los hechos en efímeros y los deseos de propiedad en la única verdad inmutable.
Así, nos hemos vuelto adictos del emocionante carrusel de los cierres de mercado, que cuenta con unos participantes que dejan todo para el final como los malos estudiantes o los capítulos de Lost. Lo que pierdes y lo que puedes adquirir se apropia de tus sentimientos y te conduce a la esquizofrenia de agigantar o de empequeñecer la figura de un jugador en función de si sigue o no con los tuyos. Y eso lo decide el canto de un fax.
Un fax voló a Londres y aterrizó en los despachos del Arsenal con el nombre de Özil temblando en un papel, que escribiría Blas de Otero. Muchos no lo podían creer, pero el caso es que entró. Entró, entró. Prueba de que lo hizo son los cientos de columnas publicadas durante la semana sobre el tema, tantas que a mí me han jodido una que tenía a medio escribir. En ella me apuntaba a la tesis del dolor por la ausencia de un tipo exclusivo y me consolaba pensando que, al menos, había mediado su voluntad y que, en realidad, quien más pierde deportivamente es él. También recordaba a Zamorano, aquel delantero a quien Valdano abrió la puerta de salida. El chileno, ya se sabe, la cerró por dentro con una Liga a la que ató con torería el lazo de un Pichichi. Y es que Zamorano, que se sepa, no andaba fumando Ducados con aire triste por los garitos madrileños, pues lo suyo era más bien la exhibición de un orgullo guerrero con tintes mapuches.
El caso es que el lunes, con Özil, Coentrao y hasta Khedira metidos en el baile, volvió el fax a nuestras vidas y gobernó los destinos de unos cromos que cambiaban de manos o se quedaban en el mismo álbum. El doble pivote, el ataque a la contra y el tiqui-taca quedaron en un segundo plano. A este paso acabaremos por celebrar los faxes en Cibeles.
O los comunicados oficiales, que lo mismo da.