Reciprocidad necesaria
"Guarda tu espada, porque el que a hierro mata a hierro muere"
(Mateo 26:52)
Que los seres humanos somos sensibles al elogio es algo que está fuera de toda discusión. En mayor o menor medida, a todos nos gusta que nos alegren el oído con halagos. Cierto es que, como en casi todo, algunos los digieren bien, el ego no se les expande hasta el nivel de riesgo de explosión termonuclear, mientras que otros parecen levitar más y más alto a cada loa, por minúscula que ésta sea, alejándose de la realidad. Es, como digo, consustancial al ser humano preferir una palmadita de aprobación en la espalda antes que un cachete, ya sea físico o dialéctico.
También es verdad, por otra parte, que nos gusta criticar al prójimo, a veces ferozmente, hasta el despellejamiento, porque eso nos hace sentir mejores, superiores moral y/o profesionalmente a aquellos objeto de nuestras críticas. Más aún, existen colectivos que basan buena parte de su existencia en eso, en el enjuiciamiento sumario de los demás. Y no me refiero a los jueces y magistrados, no, sino a los ciudadanos periodistas.
Como saben (sabemos) de todo, o por lo menos lo aparentamos, no hay sector de la actividad humana que escape a la crítica, fundada o no, en los medios de comunicación. La proliferación de tertulias en radio y televisión, unida a la cada vez mayor confusión entre información y opinión, no ha hecho sino agudizar esta tendencia natural.
Hasta hace no demasiado tiempo, no sé si por espíritu cortesano, rayano con el servilismo, de los medios, a la crítica sólo escapaban el Rey y su familia. Ahora, ni ellos. Y, a mi entender, está bien, es saludable que no existan zonas muertas donde alguien pueda refugiarse, intocable, a salvo del merecido reproche si su comportamiento no es el que corresponde. No somos perfectos, así que, en uno u otro momento, nos mereceremos una reprobación.
Sobre el papel, en la más pura teoría, todos aseguramos ser receptivos a la crítica, siempre que sea sana, constructiva, añadimos. Nos hace mejorar como personas y como profesionales, decimos, nos permite corregir nuestros errores y evita que tropecemos dos veces en la misma piedra. El problema radica en dónde ponemos la raya divisoria entre la crítica bienintencionada, positiva, y la que sólo tiene como objetivo hacer escarnio y burla. Más aún, cómo decidimos quién es el que traza esa línea.
Hay casos en los que la respuesta es evidente. Por mucho que yo crea, o finja, saber todo de todo, jamás podré rebatir los postulados de un físico teórico experto en la teoría de cuerdas si ni tan siquiera alcanzo a imaginar en qué consiste tal teoría. Pero el mundo del deporte es otra cuestión. Quien más, quien menos, se cree en posesión de un bagaje de conocimientos que le posibilita emitir juicios categóricos sobre el desempeño de la actividad de un deportista o un entrenador. No importa que, “académicamente”, nuestra formación al respecto sea más bien escasa o inexistente. Sin pasar por la escuela de entrenadores, todos tenemos un técnico dentro, uno que lo haría mil veces mejor que cualquiera de los que, inexplicablemente, se ganan la vida de esta manera.
Y también está bien, o no está mal, siempre y cuando se cumpla un requisito fundamental: la reciprocidad. Si juzgas, has de admitir ser juzgado. Si criticas, no puedes reclamar estar exento de la crítica. Qué manía con dar lecciones de periodismo desde el otro lado, bramaba en una ocasión Edu García, periodista de Radio Marca, sin darse cuenta de lo absurdo de esa queja. Porque cualquier futbolista, jugador de baloncesto o entrenador de cualquier disciplina deportiva podría reprocharle lo mismo. ¿Dónde ha sacado fulano de tal el título de director deportivo?, se preguntaba Santiago Segurola sin, aparentemente, caer en la cuenta de que él es un periodista, con la misma ausencia de titulación que aquél a quien criticaba, que comete el mismo “pecado” al escribir sus crónicas sin la titulación que airadamente exigía para otro. Pero no se lo digas, no, porque no lo encajarán muy bien. Y es que resulta irónico que, siendo unos profesionales que se pasan su jornada laboral enjuiciando la labor del prójimo, encajen tan mal que el ciudadano de a pie haga lo mismo con la suya.
Por desgracia, en estos tiempos revueltos en los que se confunden los límites entre periodista y ciudadano, con las nuevas tecnologías todos podemos hacer llegar nuestra opinión a más o menos personas, esta pretensión de querer estar al margen y a salvo de cualquier reproche no es privativo de los profesionales de la información. Somos como somos, y a nadie le gusta que le pisen el callo. Eso sí, no parece ni justo ni razonable que te pases la vida machacando cráneos, aunque sea metafóricamente, y luego no toleres que te rocen ni con el vuelo de una pluma.